Eduardo Posada Carbó
El Tiempo (Colombia)
Especial Bicentenario

Cuando nos acercamos al bicentenario, quizá sería aleccionador echar una mirada a la forma como el país conmemoró sus primeros cien años de independencia. Al doblar la medianoche, el reloj de la catedral de Bogotá le dio “un estrepitoso saludo” al 20 de julio de 1910, al que se unieron silbatos de locomotoras y fábricas y “repiques de campanas de todas las iglesias… con los gritos entusiásticos de un inmenso gentío”. Los festejos se habían iniciado el día 15 y continuaron hasta fines de mes. Fueron resultado de una larga preparación, desde 1907, al crearse la Comisión del Centenario.

Como era justo, una buena parte de los eventos estuvo dedicada a los precursores, héroes y mártires de la independencia. Durante aquella quincena, se inauguraron bustos de Antonio Ricaurte, José Acevedo y Gómez, Francisco José de Caldas, o de Camilo Torres.
En el barrio de Las Aguas, su vecindario comisionó una estatua de Policarpa Salavarrieta, recibida con “lluvia de flores lanzadas por las niñas de las escuelas”. Hubo, por supuesto, homenajes a Bolívar y Santander. Pero el acto central de todas las celebraciones fue la inauguración, el mismo 20 de julio, de la estatua de Antonio Nariño, precedida de una “procesión cívica” que congregó una gran multitud.

No obstante, el centenario fue ante todo una oportunidad para expresar fe en la cultura y el progreso. En el Bosque de la Independencia, se levantaron pabellones dedicados a la industria y las bellas artes, al lado de una exposición agropecuaria. La comisión del centenario se dirigió a los municipios para que celebraran “dignamente nuestra independencia, prefiriendo las obras de utilidad e higiene pública, para proveer de agua abundante a la población”. En efecto, se inauguraron acueductos, bibliotecas o mercados. En Bogotá, se construyeron casas para los pobres. El 27 de julio fue la “fiesta del árbol”, cuando niños de las escuelas primarias “sembraron una larga alameda” en la Avenida Boyacá.

Un primer vistazo a esas celebraciones sorprende por su austeridad republicana y el entusiasmo. Estimaban que la población de Bogotá se duplicó durante esos días de festejos. En algunas ceremonias sobresalía la presencia de la Iglesia Católica y del Ejército. En otras, como en la inauguración de la estatua de Nariño, se destacaron las mujeres que encabezaban aquella “procesión cívica”. El entonces presidente, Ramón González Valencia, representó a la nación en casi todos los actos. A los discursos de figuras conservadoras, como Marco Fidel Suárez y Miguel Abadía Méndez, se unieron las voces de líderes liberales, como Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera.

El centenario se caracterizó por su espíritu reflexivo. Antes de evocar exclusivamente un pasado glorioso, González Valencia se lamentaba de la “heredad mermada, manchada y empequeñecida” del país que presidía, tras años de “estériles y sangrientas agitaciones”. Pedía, por ello, que arrancásemos “de nuestra vida la página envenenada del odio”: aquella solemnidad tenía que servir a la paz. Algo similar expresó Benjamín Herrera, cuando pidió “deponer… las intransigencias, generadoras de nuestras frecuentes luchas armadas”, y sugirió “sentar las bases de un gobierno que sea… representante fiel de una democracia libre, ordenada y progresista”. “Propagar la intolerancia -decía Antonio J. Iregui- no es sólo antipatriótico e inhumano; es falsificar el pensamiento de nuestros libertadores”.

El primer centenario fue un evento de suma importancia, que trascendió el mero simbolismo patriotero. Se plantearon retos frente al porvenir. “Estamos en el deber de sacudir el yugo onerosísimo de nuestros propios errores”, escribió Guillermo Camacho con esperanzas. Quienes suelen ver el pasado con los ojos del presente sólo podrán mirar con cinismo aquellos festejos. Olvidarían, sin embargo, que con esas celebraciones de 1910 se inauguró un período extraordinario de paz y prosperidad en Colombia.